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EL ABOMINABLE CONTADOR DE CHISTES

NOTA: ESTO FUE ESCRITO HACE MUUUUCHOS AÑOS

Tengo una prima política que siempre me sorprendía con el mismo comentario ¿quién inventará los chistes?,  se preguntaba con gesto de preocupación y curiosidad.

 

Obviamente los chistes no los inventa nadie y, de alguna forma, los inventamos todos cuando realizamos comentarios jocosos sobre algún hecho o situación real o imaginaria.  Más tarde estos comentarios y fruto de su sucesivo relato se deforman y transforman generándose una mínima estructura narrativa que constituye el chiste en sí mismo.

 

Tampoco es descartable que ciertos profesionales del humor u ociosos impenitentes se dediquen de modo consciente a elaborar algún que otro chascarrillo.

 

Sea como fuere lo cierto es que finalmente los chistes propiamente dichos caen en manos de  personajes sin ingenio ni inventiva que se dedican a martirizar a sus semejantes mediante su relato compulsivo.

 

Y es que entre las muchas divisiones que pueden hacerse del género humano (atendiendo a diversos factores) cabría establecer una nueva entre quienes explican chistes y quienes los padecemos.

 

Tenía  un compañero extraordinariamente proclive al chascarrillo; como todos los explicachistes se consideraba  gracioso. 

 

Frecuentemente (se repetía, otra característica de los cuentachistes”) hacía referencia a una noche de su pasado en la que, con un grupo de amigos (presumiblemente de su misma ralea) empezaron a contar chistes sobre las 10 de la noche y no pararon hasta las 6 de la mañana.

 

Cuando hablaba de aquella noche se le iluminaban los ojos y recordaba con nostalgia los momentos vividos.  A mi, imaginarme aquella ominosa velada, me llenaba de terror y espanto.

 

Centremos el asunto, contar un chiste ocasionalmente, en momentos concretos, al modo de lo que se ha dado en llamar lenguaje “fáctico”, es decir como medio de alegrar una reunión en esos momentos que “pasa un ángel” o para “romper hielos” puede resultar hasta saludable.

 

No me refiero a eso.  Me refiero a los contadores compulsivos de chistes, al gracioso profesional, al expoliador del ingenio ajeno.

 

Normalmente el contador compulsivo de chistes es un individuo falto de ingenio y creatividad, un patán grosero que suple su falta de recursos verbales y su escaso encanto mediante la usurpación del ingenio ajeno.

 

El chiste, en si mismo, supone una coacción inadmisible, en especial cuando quien lo cuenta se encuentra en una situación de superioridad o jerárquica respecto de quien lo padece.

 

Como la bala que surge del arma para impactar en su objetivo, el chiste se desarrolla en diversas fases:

 

1ª.- Fase de compulsión: Consistente en la afirmación por parte del “plasta” de turno del estilo “voy a contar un chiste” o “sabéis aquel de..”.

 

 

Esta temible afirmación causa el efecto inmediato de captar la atención del resto de los contertulios quienes, por educación y buenos modales, abandonan cualesquiera conversación para prestar forzada atención

 

Como todos hemos contado alguna vez chistes y existe la convención social de que una de las cosas más frustrantes de esta vida es contar un chiste que no cause gracia, todos, por solidaridad, atendemos el requerimiento y nos mostramos inmediatamente receptivos.

 

De esta forma incluso el más soso de lo oradores dispone de un medio para ser, aunque sea momentáneamente, el centro de atención y así contar durante unos pocos minutos, con un forzado público.

 

 

Si el narrador es el “jefe” o persona que goce por cualquier motivo de superioridad real o moral (p.  ej. el anfitrión de una fiesta, el gracioso oficial o el que paga las copas) la situación es aún más grave pues a la cortesía se une la obligación.

 

2.- Fase “rictual” o de predisposición: “Rictual” por el rictus que adorna a los oyentes durante la misma.

 

Naturalmente, la cortesía o el respeto implica que los interlocutores han de adoptar una postura expectante y de receptividad.

 

Privados de su libertad e interrumpidos en su diálogo, los forzados oyentes, lejos de dirigir miradas envenenadas al narrador o hacerle callar a guantazos, le observan con atención  y curiosidad, como si verdaderamente les interesase lo que va a contar y con un gesto parecido al de los enfermos de tétanos.

 

3.- Fase apoplética: No siempre se produce.  Se da cuando el chiste se alarga en demasía y, en todo caso, tras una retahíla de chistes.

 

Es el momento en el que empezamos a ser conscientes de nuestra estúpida situación. Tomamos conciencia de nuestras mandíbulas (tensas y semiabiertas), de nuestros labios (en forzada postura de semisonrisa) y de nuestro cuerpo (tenso e incómodo).

 

Este momento suele coincidir con el de mayor aplomo y felicidad del narrador quien interpreta la apoplejía de su público como un tributo a sus dotes narrativas y prueba irrefutable del éxito de su exposición.

 

4.- Fase de liberación; la trampa : Tras el desenlace del chiste vienen las carcajadas.

 

Liberación porque nos permite abandonar la fase apoplética con indudable relajo para nuestro organismo.

 

Pero señores, aquí está la trampa del asunto.  Si nos reímos (por cortesía o porque, por una vez, nos ha hecho gracia) el narrador interpretará como éxito su alocución con lo que iniciará un nuevo chiste sin solución de continuidad.

 

Las consecuencias corporales; nefandas.  Nueva tensión, nuevo rictus, nueva tetraplejía, nueva afasia.

 

 

En realidad, llegados a esta fase, estamos ante un dilema  irresoluble como cuando aquel gitano nos preguntaba si habíamos mirado a su novia, si decíamos que sí nos pegaba por haberla mirado, si decíamos que no, nos decía “o sea, que no te gusta, es fea” y nos hostiaba igual.

 

Porque si no nos reímos o nos reímos con poca convicción, el narrador intentará enmendar su fracaso anterior y, para ello, se lanzará a un nuevo relato con la esperanza de obtener mejores resultados.  Nueva tensión, nuevo rictus, nueva tetraplejía, nueva afasia....

 

 

5.- Fase de emulación; el desastre: Cuando esto se produce lo mejor es abandonar la reunión discretamente alegando un frecuentemente real dolor de cabeza.

 

En una sociedad como la nuestra, fuertemente competitiva y llena de individuos que mendigan la atención del prójimo, resulta casi imposible que tras ser abierta la Caja de Pandora de los chistes, no surjan nuevos candidatos a erigirse como los supuestos “animadores del grupo” y centro de la atención del mismo.

 

Estar en medio de este “fuego cruzado” de chistes resulta una de las peores situaciones que pueden imaginarse, sobre todo porque entre los “contadores” se establece una suerte de competición de la que el resto de los asistentes se constituyen en jueces forzados.

 

El momento es indescriptible, los “escuchadores”, cual presas en medio de una manada de chacales, siendo obligados a oír una y otra vez la última parte del chiste, como si fuéramos idiotas y solo porque a juicio del narrador no nos ha hecho la suficiente gracia con lo que sospecha que no lo hemos entendido o porque quiere exprimir su capacidad hilarante.

 

Los narradores, como buitres, pisándose los chistes unos a otros, buscando presas desesperadamente, animándose mutuamente y amenazando con iniciar, por ejemplo,  una serie de chistes de “léperos” o de “negros” y contar aquel que sabe todo el mundo pero que es tan bueno...

 

A todo esto, el resto del personal, cercenadas sus facultades de diálogo y conversación, abocados, como se dijo, a la afasia más absoluta, pierde su condición humana transformándose en algo parecido a la Dama de Elche.

 

        Otra característica de los contadores de chistes (aparte de las ya aludidas de creerse graciosos y repetirse constantemente) es su sordera.  De nada sirve decirles que ya sabemos aquel chiste, siempre encontrarán  algún pusilánime en la reunión que dirá inconscientemente que no lo sabe, o bien mirarán de comentar con nosotros el chiste en cuestión haciendo referencia a lo bueno que es y parafraseando repetidamente su desenlace.

 

Estos mendigos de la atención ajena, al igual que los “contadores de mili” (otra especie letal  de la que algún día hablaré), tienen la perseverancia de una apisonadora y no les arredra nada ni nadie, su objetivo (que siempre logran) es escucharse a sí mismos y afirmar su ínfimo ego.

 

Yo les diría, simplemente, que vayan al psiquiatra, les escuchará sin problemas.  Tras unas cuantas facturas quizás moderen su “plastez”.

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