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EL PUTO PAN

NOTA: ESTO FUE ESCRITO HACE MUUUUCHOS AÑOS

Desde hace ya unos años los medios de comunicación nos vienen informando y alertando acerca del peligro de distintas sustancias cuyo uso continuado o fuera de control origina la adicción.

 

La adicción es la necesidad irreprimible de consumir una determinada sustancia en cantidades inadecuadas sin necesidad de que dicha sustancia sea ni tóxica ni dopante.

 

Por ejemplo, es conocida la adicción al chocolate (el de comer) que evidentemente no es ni una droga ni es tóxico y que, sin embargo, origina grandes problemas a quienes la padecen.

 

 

Sentado lo precedente, necesario preámbulo para calmar los furores de los “fanático-conversos” a los que seguidamente me referiré, considero que no se ha prestado la necesaria atención, es más, creo que jamás he oído referencia alguna,  a una de las más ominosas y patéticas adicciones (en especial en nuestras latitudes); el consumo compulsivo de pan.

 

¿Alguien cree que exagero?.  Recomiendo que se pasee algún domingo sobre las 15 horas (hora de cierre habitual) por alguna Panadería o punto de suministro análogo para drogadictos.

 

Allí tendrá ocasión de observar el gesto de consternación y horror de quienes llegan tarde a dicho establecimiento y su marcha precipitada, perdida la mirada y prieto el culo y los dientes, hacia otros destinos en los que conseguir su dosis.

 

También se encontrará con quienes con gesto de triunfo y cara de satisfacción han conseguido las   últimas dosis, quizás no del producto que deseaban (la baguete) pero, como mínimo de algún sucedáneo que sirve, cuando menos,  de lenitivo a su síndrome de abstinencia.

 

Los que no lo hayan conseguido iniciarán, al igual que los drogadictos que no encuentran a su camello habitual, un singular periplo. 

 

Primero acudirán a los bares más cercanos, suplicando, mendigando, humillándose si fuera preciso, para obtener la droga.  Si esto falla siempre están los vecinos.  Violentarán sus hogares (a la hora de comer incluso) farfullando ininteligibles excusas y confiando en su solidaridad (ya que la mayoría son también adictos).

 

Para obtener su droga, el adicto tolerará cualquier vejamen, el gesto de reprobación del dueño del Bar que le “perdona la vida” y le entrega la sustancia pese a no ser cliente. O la mirada del vecino que le evoca la fábula de la hormiga y la cigarra, cualquier cosa.

 

 

No obtener la droga le supone un drama.  Porque el adicto al pan puede disponer en su casa de los más exquisitos manjares, de las “delicatessen” más codiciadas.  Sin embargo, embrutecido por su vicio, debe acompañar cualesquiera alimento con aquel grosero complemento.

 

¿Alguien se ha puesto a pensar que sucedería si, aunque fuera como un experimento, se eliminase durante 1 ó 2 meses la fabricación de pan?.  La Revolución Francesa sería un juego de niños...

 

El adicto al pan (como todo adicto) no conoce ni la educación ni la mesura. 

 

Así, por ejemplo, es capaz de acudir invitado a un domicilio ajeno y requerir sin pudor alguno a su anfitrión, acerca de si puede servirle pan.

 

¿Que opinaríamos si un invitado nos preguntase si tenemos un Vega Sicilia del 64 y realizase un mal gesto si no disponemos de él?, sin duda pensaríamos que era un mal educado y un hortera. 

 

Pero con el pan es distinto, si nos lo piden y no lo tenemos somos nosotros quienes nos sentiremos mal, quienes nos lamentaremos por el olvido, quienes, incluso, nos excusaremos con el orate. Éste dirá, sin duda, que no le importa, pero su gesto denotará su disgusto y será el vaticinio seguro de una crítica feroz a nuestra invitación.

 

Muchos de los que ironizan acerca de la, desde luego, aberrante costumbre de los americanos de asesinar con “ketchup” cualesquiera alimento, son capaces  (sin rubor ni cargo de conciencia alguno) de acompañar un jamón de jabugo de 145 € el kilo con un mendrugo de pan gomoso. ¿Que diferencia hay?.

 

Esmerarse en la cocina con los adictos al pan es como dar margaritas a los cerdos. ¿De que sirve preparar un glorioso plato con infinidad de matices  y texturas si el capullo de turno se dedica a complementar su bolo alimenticio con trozos de una de las creaciones más simples, insípidas y adulteradas de la cocina?.

 

Porque si el pan en sí mismo ya es un producto grosero, poco elaborado y de escaso valor gastronómico, el pan que puede obtenerse en las panaderías no es más que un amasijo congelado de productos químicos más cercano a la goma de mascar que a la humilde harina de trigo.

 

Pero ¡cuidado!  no quisiera dar pábulo a una de las subespecies más odiosas de los adictos; el “gourmet” del pan.

 

Este género de individuos (parecido al abominable “buscador-del -punto- exacto- en- el- arroz” al que algún día me referiré) es aquel que hace de su adicción una bandera y que al igual que los antiguos catadores de mierda que había en los pueblos (quienes por el sabor de la misma sabían si era adecuada o no para abonar determinado cultivo) pretenden hallar en el repetido subproducto unas cualidades organolépticas de las que lamentablemente carece.

 

Si la vida del adicto normal al pan es un calvario y conlleva servidumbres extremas, ya que no puede viajar a lugares exóticos “en los que no hay pan”, levantarse tarde “porque a lo mejor ya no queda pan”, improvisar sus compras “porque a lo mejor se queda sin pan” etc., la del “gourmet” del pan es absolutamente patética.

 

Porque el pan que consume tiene que ser, precisamente, “de aquella panadería que hacen muy buen pan”.  Sus viajes y sus rutas no las planifica en virtud de encontrar hermosos parajes o gratificantes descubrimientos culinarios, las hace en función de que en tal o cual sitio hay un horno en el que hacen muy buen pan o al revés, tal sitio no le ha gustado porque había muy mal pan...verdaderamente patético.

 

 

No se me entienda mal.  No estoy en contra del pan.  Yo mismo consumo pan.  A veces no puede consumirse una salsa de un plato sin el necesario receptáculo.  Por otra parte, en situaciones de emergencia, un bocadillo puede ser una buena solución.

 

Por otro lado he de reconocer que hay combinaciones gloriosas, un simple trozo de pan con un buen aceite y sal es delicioso, o remojado en “all i oli”.

 

Lo que critico y de lo que abomino, es de la necesidad de tener pan siempre o de la cultura del “bocata” (invento nefasto cuando se desplaza de su ámbito ocasional para convertirse en el alimento cotidiano).

 

Es decir, una cosa es que se consuma pan otra, muy distinta, es que siempre y con todo deba consumirse pan o que, forzosamente deba disponerse de pan en casa.  O sea que sea imprescindible, ahí está la perversión.

 

Como toda adicción, la del pan goza de su propia liturgia y su consumo lleva aparejada la utilización de elementos específicos.  Está “el cuchillo del pan”, “la bolsa del pan”, “el recogedor de migas del pan”, “la canastilla del pan” etc.. 

 

La propia nomenclatura en este asunto produce gran grima.  La gente no dice “ves a buscar pan” sino “ves a buscar El Pan” como si se tratase de algo místico, de algo que forzosamente ha de existir, que se da por supuesto, cuya obviedad en su tenencia y disposición queda fuera de toda duda.

 

Hasta hace muy poco tenía una explicación (que yo creía clara) del por qué de la existencia de esta adicción.  Sin embargo, mi hijo cuando tenía  3 años,  me hizo cambiar de criterio.

 

Yo creía que esta adicción era la herencia de nuestros antepasados.  Éstos, azotados por una época de penuria, miseria y escasez, idealizaron el pan ya que era el alimento básico o complementario para llenar el buche.

 

Así, bien porque no había otra cosa o bien porque los otros alimentos eran escasos, se complementaban con pan.  Luego, mediante una perversión análoga al síndrome de Estocolmo, lo que era necesidad se transformó en deseo y lo que era imposición en voluntad.

 

Esta pasión por el pan (vivida por muchos de nosotros en nuestras propias carnes cuando nos caía una bronca monumental, por ejemplo,  por tirar a la basura cualquier trozo de pan) se habría transmitido a generaciones posteriores con lo que la adicción al pan se habría convertido  en un lastre social.

 

Puede explicarse aún de un modo más simple, la cocina es un estadio superior a la mera alimentación.  La cocina sólo nace cuando se tienen cubiertas las necesidades básicas, entonces puede empezarse a experimentar.

 

De hecho, cocina lo que se dice cocina, no existe hasta apenas hace un siglo ya que si rescatamos recetas medievales o antiguas veremos que constituyen un auténtico atentado al buen gusto y que se basan, únicamente, en la mera acumulación de productos calóricos sin orden ni concierto.

 

En este escenario, en el que lo que se busca es matar el hambre y punto y en el que se identifica el comer bien con el comer abundante, es donde tiene su cabida un subproducto como el pan. Es barato, tosco y fácil de elaborar. ¿Que no tiene apenas sabor?.  Da igual, mata el hambre.

 

 

La pregunta es qué sentido tiene dicho producto en una Sociedad como la nuestra en la que, afortunadamente, la necesidad básica de alimentación está cubierta.

 

Pues eso, pensaba yo, será una herencia del pasado, una costumbre arraigada en nuestros usos sociales.

 

Sin embargo sucede que a mi hijo, sin referentes, salvo los de su entorno más cercano, que como se ve no excesivamente proclive a dicha  adicción, le gustaba el pan (!!) Y, además, le gustaba bastante.(!!)

 

No quisiera lloriquear al respecto y entrar a glosar la consternación que me causaba este hecho (ya se sabe que los hijos tienen la virtud de hacer todo aquello que molesta a los padres), no es este el tema del día.

 

Entonces, la explicación ha de ser otra.  Y la explicación, a mi juicio, es que el ser humano necesita educar todos y cada uno de sus sentidos para desarrollarlos en su plenitud.

 

Es obvio que a los niños pequeños les es muy difícil apreciar preparaciones complejas o sabores elaborados (entre otras cosas porque sus madres tienen la desfachatez de servirles, por ejemplo, un plato de spaguetis simplemente hervidos con un bote de tomate SOLÍS volcado por encima).

 

Los niños suelen gustar de preparaciones simples.  Ello no obsta para que consuman productos con sabores verdaderamente complejos, a condición que contengan un buen número de edulcorantes y “es” variadas.  Esto es porque el paladar humano está mejor preparado para los sabores dulces; le cuesta más hacerse con sabores que tiendan a lo salado, ácido o amargo.

 

Consiguientemente, la adicción al pan no sería una excrecencia cultural sino, pura y llanamente, patrimonio de quienes no han evolucionado desde un punto de vista gastronómico y se han quedado anclados en sabores simples y preparaciones inexistentes.

 

Y de hecho coincide puesto que he observado que a mayor adicción por el pan, menor gusto por la buena cocina.

 

Está claro que los consumidores habituales de “pizzas”, bocatas o “torrades” no pueden considerarse grandes “gourmets”.  Son simplemente toscos “triperos” sin ningún tipo de educación gastronómica.  A estos les gusta el pan.

 

Pero existen también aquellos que se las dan de grandes sibaritas comiendo y que, sin embargo, padecen la adicción, son los mismos que identifican una buena comida con unas costillas a la brasa, un cordero al horno o una mariscada y solo con eso.  (no digo que eso no sean buenas comidas lo que digo es que no solo ese tipo de comida, sin elaboración ninguna, sea buena comida).

 

Son los mismos que abominan de la cocina francesa (eso cuando lo único que han probado de dicha cocina es lo que en una ocasión comieron en un bar de la autopista de Perpignan o que piensan que cocina francesa consiste en cubir cualquier producto con una botella de crema de leche).

 

Son los mismos que se escandalizan porque una comida en “El Bulli” valga lo que vale y luego disfrutan pagando lo mismo o más por una mariscada cuyo único secreto está en introducir un bicho en un puchero o colocarlo sobre una plancha y contar unos minutos.

 

 

En definitiva, el que quiera comer pan que coma pan (también hay pervertidos y los hemos de aguantar), pero, por favor, que ni den el coñazo (es decir que lleven su adicción en silencio, como debe ser), ni nos obsequien con aburridas disertaciones sobre la bondad o maldad de un producto que no merece más de 15 segundos de comentario, ni, sobre todo, se las den de “gourmets”, por ahí si que no paso...

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