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VEJEZ

Me leí hace tiempo el libro de Simone de Beauvoir “La Vejez”  en el que glosaba las bondades de esa época de la vida como necesario y sereno corolario de la misma, henchida de experiencias y preñada de sabiduría susceptible de ser transmitida a otros.

 

Dejando al margen que Simone de Beauvoir (al estar casada con el hombre más feo de Francia en palabras de mi viejo profesor de derecho mercantil) podía afrontar con notable optimismo cualesquiera otra faceta de su vida, es evidente que tradicionalmente el papel del anciano era preeminente, siendo objeto de respeto y consideración a todos los niveles.

 

Pero no debemos olvidar que estos “ancianos” de los que hablaba Simone de Beauvoir o más recientemente los Beatles en su tema de los 60 “When i’m sixty four”,  tenían eso, 65 años, edad  a la que  actualmente  muchos consideran incluso que la persona es ¡¡joven!!, un disparate sí, pero que se oye mucho.

 

Lo que ha sucedido en los últimos años es que al aumentar la esperanza de vida, los ancianos han pasado a ser personas de más de 80 años con lo que aquellos “ancianitos” graciosos, amables y sabios a los que se refería Simone de Beauvoir y los Beatles, han pasado a ser personas dependientes y frecuentemente, con graves problemas cognoscitivos.

 

El aumento de la esperanza de vida no ha conllevado parejo el de su calidad y si bien es cierto que existen personas con muchos años que se conservan extraordinariamente bien física y mentalmente, a medida que avanzan los años el porcentaje baja dramáticamente.

 

El aumento de la esperanza de vida ha comportado que los casos de demencia senil, Alzehimer o simple confusión o deterioro mental (sin llegar a ser patológico) sean generalizados.

 

Sería pues más correcto decir que lo que se ha aumentado es la esperanza de supervivencia, no la de vida.

 

Esto tiene y tendrá consecuencias muy importantes respecto a la consideración del anciano por sus semejantes y para su propia autoestima.

 

Actualmente, el anciano (siempre hablamos en general) difícilmente puede ser considerado como ese espejo y referencia de sabiduría y experiencia cuando en la mayoría de los casos nos encontramos ante un ser desvalido y atiborrado de fármacos que lo mantienen vivo.

 

Si al menos estos ancianos que sobreviven aferrados al instinto más básico de todo animal, fueran felices y estuviesen conformes/resignados con su situación, todo tendría un sentido,  pero no suele ser así.

 

La mayoría de los ancianos parecen sentirse enormemente desgraciados por ese aumento de la esperanza de vida y es frecuente que su mundo se limite a una existencia quejumbrosa en la que asumen su papel de dependientes, una “vida” destinada a que los cuiden y los mimen como ellos hicieron con sus hijos….

 

La principal queja de los ancianos es que sus allegados no les prestan esa dedicación exclusiva y no los llenan, como ellos querrían, de melindres y zalamas.

 

Reproche por otra parte falso ya que los ancianos, al igual que los niños o que cualquiera que asuma un papel de dependencia, son insaciables, auténticos junkies del cariño, es inútil, salvo para sentirse bien con uno mismo habida cuenta toda la rémora cultural, esforzarse en hacer feliz a un anciano que se sienta desgraciado, es imposible.

 

En realidad yo creo que la propia mente de estos ancianos se rebela contra una situación hasta cierto punto contra natura, por un lado el “cerebro de reptil”, como dice mi hermano, o  instinto de supervivencia,  les aferra a la vida, pero por otro lado perciben que en realidad debieran ya haber muerto en lugar de arrostrar una vida inane de pesadumbres y sinsentidos.

 

La pregunta que subyace es qué sentido tiene realmente la supervivencia en ciertas condiciones cuando, además, el superviviente está amargado, triste y anclado en la queja permanente, sin ilusiones ni alicientes…pero tampoco quiere morir.

 

Esta situación conlleva,  paulatinamente, que aquella consideración y respeto hacia el anciano vaya desapareciendo, máxime en esta época de cambio de paradigma o sistema en la que al centrarse todo en el materialismo nos encontramos ante un colectivo que podríamos calificar de parásito, habida cuenta que solo consume recursos y nada aporta (salvo en los casos enormemente patéticos en los que se acoge al anciano para cobrar su pensión).

 

Pero incluso si se recuperase el tristemente olvidado concepto de moralidad (barrenado por el capitalismo, única doctrina imperante seguida incluso por quienes dicen no ser capitalistas) no tendría demasiado sentido que existiese un colectivo en las condiciones descritas.

 

De hecho entiendo que en una sociedad dominada por conceptos morales, de bien común, por conceptos de “interés de la especie” y no intereses particulares y desprovista, naturalmente,  de toda patina religiosa, sería el propio anciano o persona que no pudiese aportar nada a la comunidad (y no solo en términos económicos, por supuesto), el que se negaría a permanecer en esa situación, sería al modo de los elefantes, ellos mismos se apartan del grupo y se van a morir al margen cuando perciben que ya no son útiles (e insisto, esa “utilidad” no se refiere a cuestiones económicas en ningún caso).

 

La aportación del anciano a sus semejantes como receptáculo y transmisor de experiencia y sabiduría y generador de cariño y consuelo se ha invertido totalmente en la mayoría de los casos,  al convertirse en una carga extraordinariamente difícil de soportar para sus allegados, porque una cosa es realizar un esfuerzo con los hijos (por ejemplo) y otra muy distinta realizar un esfuerzo que a veces ni tan siquiera es percibido y/o agradecido por su receptor y que tampoco tiene efectos plausibles o resultan indiferentes.

 

La conclusión es que el aumento de la esperanza de vida, como todo, no es algo necesariamente bueno o cuando menos origina un cambio social que puede deshumanizarnos aún más de lo que ya lo estamos como consecuencia del triunfo del capitalismo.

 

Pero lo peor de toda esta historia es el recuerdo que se deja.

 

A mi abuelo, que murió de súbito y sobre los 70 años si no me falla la memoria, lo recuerdo como un referente, casi como un super-héroe que hacía proezas inimaginables, a mi padre  me veré obligado a recordarlo como un ser balbuciente y desvalido porque la imagen del deterioro físico y mental es tan poderosa que barrena cualquier otra.

 

A mí, desde luego, no me gustaría que me recordasen así....

 

¿Vale la pena realmente esta prórroga que nos ha dado la medicina?.

 

Y ¿es aceptable que nuestro mundo occidental gaste enormes recursos en alargar vidas muchas veces sin sentido y mientras haya niños que mueran en una playa intentando alcanzar una quimera?.

 

La vida, creo sinceramente, está sobrevalorada y si no es con dignidad y al menos con la posibilidad de tener una ilusión o la quimera que buscaba el pobre chaval no vale la pena vivirse e incluso es inmoral alargarla.

 

La vida, en definitiva, ha pasado a ser otro producto de consumo y deseo en esta sociedad abyecta que todo lo basa en la propiedad privada, ¿y que propiedad hay más valiosa que la propia vida?.

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